A lo largo de nuestra vida se van sucediendo situaciones, que ya sea porque no les damos importancia, o
porque no suponen un problema, se quedan en el olvido. La mayoría de ellas se
diluye en el tiempo porque apenas ocuparon un pequeño espacio en el córtex
temporal y sólo algunas que llegaron hasta el hipocampo, por ser raras o
repetitivas, podrán llegar a ser rememoradas en un futuro ante una situación o
imagen que nos evoque ese recuerdo. Por desgracia nuestro cerebro está más
empeñado en hacernos recordar situaciones complicadas o traumáticas que las de
placer, y estas a su vez más que las “normales”. Es de lógica que el
cerebro no quiera que las situaciones traumáticas vuelvan a suceder y por eso las graba. Pero y las buenas? Y sobre todo, y las normales?
Yo sé que he desperdiciado, como
todos, cientos de esas situaciones que, por falta de análisis, o más bien, por
falta de preguntarme el porqué de las cosas, no se han convertido en
oportunidades. Sé también que de la mayoría ni me acordaré, pero como ejemplo
les voy a poner una que si recuerdo de mi más tierna infancia y a continuación les
explicaré como descubrí que fue una oportunidad perdida:
Como ya saben los lectores más
habituales de mi blog, soy uno de los diez vástagos que mis padres, en un
alarde de fertilidad muy de aquella época no exento de masoquismo, decidieron
tener, educar y mantener. O al menos mi padre, porque a las madres de entonces
no se las preguntaba. El nacimiento de los mellizos, yo entre ellos, elevó el
número de críos a 8 teniendo la mayor 11 años recién cumplidos, y eso motivó
que, aparte de orden y sacrificio, se necesitara la ayuda de una persona que colaborara
en la crianza de la prole. En esos tiempos, en pleno éxodo rural hacia las ciudades, tener ayuda era
una posibilidad bastante asequible.
En
mi casa hubo dos dignas de mención, Adora, que apareció en una estación
de autobús con mucho hambre y sin dinero ni para volver al pueblo, y que pasó
el resto de su vida comiendo sin incrementar lo más mínimo su diminuto cuerpo para
compensar sus carencias de infancia, y Ángeles, una fantástica y fornida hembra
de Coria que era pura alegría, que cantaba que daba gloria y que era el refranero
extremeño en persona. Ángeles, desde muy pequeños y hasta que empezó el colegio
nos bajaba a mi hermana melliza Marta y a mí a la parte posterior de la casa,
donde un gran patio de arena se convertía en un espacio de juegos que hoy sería
la envidia de cualquier madre, por su inmensidad y por la seguridad de que no
había forma de escapar de allí sin la intervención de un adulto. De todas
formas, con Marta no había problemas, pues, o se bajaba alguna muñeca, o se
dedicaba a escarbar en el suelo buscando ojos de cristal, que aparecían por doquier,
ya que aquel patio fue en su día el solar de la primera fábrica de la muñeca
Gisela, la gran competidora de la Mariquita Pérez en los corazones de nuestras
madres.
Yo sin embargo siempre permanecía
con Angeles, ya que, con paciencia infinita, me dejaba sentarme durante horas en sus piernas
y recostarme contra ella sin rechistar. Nunca me preguntó por qué no iba a
jugar, y supongo que era porque sabía la razón de mi tozudo comportamiento: la comodidad
que me producía esa maravillosa amplitud de su cuerpo, ni blando ni duro, sino el
mullido perfecto que se buscaba en los sillones de la época, y sobre todo, esos
dos inmensos pechos que abrazaban mi cabeza dándome un confort y un calor digno
de ser recibido por gran señor o monarca, y que, con la compañía de su voz
melodiosa hacían de mí el ejemplo perfecto que habría que enseñar a los extranjeros
para que entendiera nuestra “siesta” en su máximo esplendor.
Por desgracia todo lo bueno acaba
y con el colegio se acabó lo bueno. Todo lo anterior explica lo poco que me
gustaba al principio ir al colegio, como rememoraba hace poco cuando me encontré
con Charo de la Vega, la directora del Baby Parking donde fui a parar. Me habló
además de esa manía que por lo visto tenía de ir tocándole las tetas a todas
las empleadas féminas de la guardería. Eso si – me explicaba – no apretando,
sino empujando de abajo arriba y de fuera adentro para ver aparecer la
curvatura de sus mamas por el escote de sus batas de trabajo. Tras mascullar un
perdón muy tardío, más porque no sabía salir de la situación que por
sentimiento de culpabilidad, me aclaró que no hubo queja por parte de ninguna de las afectadas y que de hecho, no paraban de cogerme en brazos. (Qué época!, cuanta pasión perdida, y que
necesitadas las jóvenes atrapadas por la moralidad religiosa vigente entonces;
como la los mozos, vamos).
Pero todo esto que les he contado
tiene un fin y no es el que piensen que soy un obseso sexual, que con que lo
sepa mi mujer me basta. Fue a principios de los 90 con la aparición de nuevos
canales de televisión cuando aparecieron en horas nocturnas los programas de tele
tienda, y fue visionando uno de ellos cuando descubrí mi gran oportunidad
perdida: Anunciaban a bombo y platillo la famosísima y vendidísima en millones “Butterfly
Pillows”, la almohada cervical que hizo multimillonario al listo depositario de
la patente . Que vuelco de mi corazón cuando recordé en ese instante todas las
tardes que pasé en una de ellas, eso sí, natural. Que decepción no haber
buscado solución cuando me quedé sin ella y no haberla compartido con el mundo
para que llenaran mis bolsillos agradeciéndome encima el genial invento.
Claro que después de
la conversación con Charo tendría que sumar a mis decepciones no haber sido el
creador del Wonderbra, pero bueno, vamos a dejarlo aquí.
Esta es una de mis oportunidades
perdidas, pero sepan que ustedes han
perdido muchas también y a lo mejor ni lo saben. Y que de forma colectiva las
perdemos cada día, alguna incomprensible: Todo lo que ha pasado en España con esa clase política
mafiosa, corrupta, malversadora e interesada dirigida por adinerados empresarios
y banqueros sin escrúpulos ni límites morales, y que ha ocasionado la pobreza
de muchos incluida la perdida de los derechos más elementales como el de la
vivienda o la comida caliente, o ese paro desgarrador de porcentajes
prohibitivos que está matando la dignidad de muchos, o la ruina de nuestro
tejido empresarial y la falta de esperanza de los jóvenes, no tiene respuesta.
El 15M fue un intento de los jóvenes
que no fue apoyado por el resto, y que murió contaminado rápidamente por esos
mismos políticos que saben que el fútbol, la tele y la manipulación de ese odio
bipolar inherente a los españoles es arma suficiente para aplacar cualquier
levantamiento. Y no sólo se lo cargaron, sino que la imagen para el recuerdo
que nos queda es la de los okupas y violentos que se sumaron a la movilización y llenaron de mierda las plazas,
y no la de una juventud preparada pero harta ante la falta de respeto y
oportunidades. Y aquí seguimos los demás, como ovejitas complacidas sabiendo
que, a falta de gobierno digno, de formación y honradez en nuestras
instituciones, será la familia el instrumento que como siempre nos haga salir
de esta crisis.Y por eso así nos va.
No levantarse ante el abuso, ¡Eso sí
que es una oportunidad perdida!
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