sábado, 10 de agosto de 2013

La sonrisa de Angun. (Nepal 1)


Nada hacía presagiar cuando lleguamos al aeropuerto de Tribhuvan en Katmandú en febrero de 1992 con mi hermana melliza Marta y otras 14 parejas de franceses que este viaje era uno de los que más me iban a marcar en mi vida. Cuando eres joven te dejas llevar, y más en aquellos años donde sin internet ni dispositivos móviles investigar era más sofisticado. El viaje era un premio a los resultados obtenidos el año anterior en la filial del grupo Concept en España, y recuerdo que lo organizaba la empresa francesa Terres D´Aventure que no sabía por entonces que estaba especializada en senderismo. 

A la llegada, a media tarde nos metieron corriendo en un autobús para que nos diera tiempo llegar antes de anochecer a un templo de nombre impronunciable pero que todo el mundo conoce como el templo de los monos. Situado en una colina que domina el valle, es un templo que te llama la atención por ser el primero que ves -los hay mas bonitos-, por los trescientos escalones que hay que subir y por la cantidad de monos y su agresividad transigida que sobrepasa en mucho a la mala leche de los cuatro monos que te dan el coñazo en Gibraltar . Pero tener la oportunidad de ver el atardecer en la terraza mirador que domina toda la urbe enclavada en medio del valle fue un espectáculo inolvidable. Era una metrópoli prácticamente plana donde se veían por doquier los tejados de sus múltiples templos y que se extendía hasta donde te llegaba la vista. Me tuvieron que venir a buscar pues me perdí observando su inmensidad y belleza.

Al día siguiente visita libre por la ciudad. Salir del barrio turístico de Thamel donde se ubican los hoteles y adentrarse en el caos del centro de Katmandú es un viaje para la vista, el oído y el olfato. La urbe es en verdad un conjunto de ciudades del valle homónimo que han acabado unidas,. Distribuida en forma circular, es como una tela de araña cuyo centro es la plaza Drubar, llena de templos y en una zona eminentemente comercial. Ir temprano, cuando se escucha con nitidez el campaneo que llama a la oración es especial. Lo siguiente es tirar el plano, pues vayas en la dirección que vayas descubrirás una forma de vida distinta. Recuerdo que los franceses se dejaron seducir por el distrito de las tiendas, Khen Tole. Tiene narices que hagas miles de kilómetros para ver una tienda de Channel y más en un barrio racista en el que sólo hay turistas e hindúes y donde se daba la paradoja que no podías pagar en rupias nepalesas, sino en rupias indias o dólares. Yo, como siempre hago en Asia y África, dejé que el olfato me guiara, que lo suele hacer muy bien, y me adentré en mi primera experiencia del caos dominado y en una realidad de una vida muy pobre de un pueblo muy alegre, porque, por lo menos en el 92, hasta el más mísero de los habitantes de Nepal con el que me crucé esbozó una sonrisa llena de amabilidad y buenas vibraciones. Y hasta en los barrios mas modestos encontrabas en cada esquina, un templo o una pagoda continuamente visitada por sus fieles, que incluso aquí siguen inmersos en la carrera. Crucé, al otro lado del río hacia la Plaza Durbar en Patán, donde se ubica el Palacio Real y montones de santuarios de tanta calidad que es conocida como el bosque de los templos. Pasear por esa plaza y tratar de entender como ha llegado tan intacta a nuestros días en un país tan caótico es complicado, hasta que comprendes que los nepaleses aman su culturan. Recuerdo, como ejemplo, quedarme paralizado ante Kaasthamandap, una pagoda de tres pisos dedicada a Gorakhnath realizada enteramente en madera sin un solo clavo y, según la mitología, construida con la madera de un sólo árbol, perfectamente conservada. Primer día y babeaba.

Lo que no sabía por entonces es que el viaje iba a cambiar radicalmente al día siguiente. Nos recogieron cinco Jeep en grupos de 6 mas guía y conductor y pusimos rumbo a las montañas. Íbamos absortos viendo la inmensidad de los valles rodeados de bancales,  terrazas perfectamente alineadas para aprovechar al máximo la producción agrícola y con la cordillera del Himalaya de fondo, mientras nos explicaban que dormiríamos cuatro noches en tienda de campaña haciendo actividades. No voy a negar que esto me puso de mal humor, pues a uno le gusta viajar como a nuestros políticos: gratis y en hotel de lujo. Pero el enfado duró hasta que nos subieron en kayaks y nos tiraron por un río salvaje de aguas cristalinas, en medio de cañones imposibles hasta llegar a un pueblo perdido, el mejor museo que jamás haya visto al aire libre pues no tenía ni una sola construcción con menos de seis siglos y mostraba los mejores trabajos de los mallas, dominadores de la talla en piedra y madera (si si mallas con ll que gobernaron del s. X al XVIII en Nepal). No me perdono haber olvidado el nombre del sitio en cuestión, pues uno ha de poder presumir de haber estado en sitios como este.

A la noche cena y toque de queda a las 10 porque había que madrugar. Casi me meto en la tienda!! Pero tras auto convencerme de que un seguidor de la movida madrileña de los 80 no podía acostarse a esas horas, di media vuelta  y me dirigí al pequeño fuego donde se arremolinaban los Nepaleses. No se como empecé la conversación, pero si recuerdo que quise desmarcar a España de Francia en la forma de celebrar la vida y la multitud de juergas y fiestas que hemos inventado los hispanos. Y tras una hora de explicación en mi horrible inglés, las llamas se habían multiplicado por cinco y nos hallábamos saltando sobre la hoguera en una burda imitación de lo que era la noche de San Juan, bebiendo un mejunje alcohólico que entraba que daba gusto y gritando la palabra que ellos ya habían convertido en sagrada y que no era otra que "marcha", o "marsha" que es como la pronunciaban. Y así nos dieron las siete caminando sobre las brasas. Todavía rueda por París una foto mía con la ropa medio quemada y el rostro tiznado que algún perplejo francés hizo al salir de la tienda.

Me dí cuenta que uno de los guías, el que parecía más joven, no paró de mirarme en toda la noche. Pensé mientras me refrescaba y cambiaba a toda prisa que era normal después del espectáculo que había dado. Tras el desayuno subimos a los todo-terreno y mientras me acomodaba pude ver como este guía mantenía una pequeña discusión con el nuestro que más tarde entendí cuando se intercambiaron los coches. Según subió, ignorando a los otros cinco europeos que iban en el coche, me lanzó la mano mientras me repitió tres veces "my name is Angun" con un acento que me hizo comprender enseguida que nos íbamos a llevar bien, pues era tan nefasto como el mío y con una sonrisa impecable que enseñaba unos dientes radiantes más por el contraste de su color de piel que por su higiene dental. Le repetí mi nombre aunque ya no sirvió de nada porque a partir de ese momento yo ya no era Miguel, sino Marsha y le insistí que paráramos en el primer sitio en el que pudiéramos comprar esa especie de brebaje nepalí invadido por la mala conciencia de haberme bebido gran parte de las existencias, enfrascándome a continuación en conversación con mis compañeros europeos de viaje sin hacerle mayor caso.

Tras hacer trekking por el lago Phewa y llegar hasta Pokhara y ya de vuelta, paramos en una pequeña aldea y entramos en una especie de colmado a comprar lo prometido. Cuando me dijeron que cada botella de ese licor costaba 3 rupias nepalesas, siete pesetas con cincuenta céntimos al cambio, decidí comprar todas las que había que recuerdo que eran noventa y seis, ocho cajas de doce botellas de medio litro aproximadamente cada una. La primera reacción de asombro de de mi guía y conductor se convirtió al momento en carcajada mientras me comentaban que alguno que viniera después se iba a poner muy nervioso pues me llevaba las existencias en 50 kilómetros a la redonda y por esa zona gustaba mucho acabar la jornada con un traguillo de tan maravillosa bebida. Siempre pensé que era Arak, licor de patata muy tradicional allí, pero años después me trajo un amigo un par de botellas y no era el sabor que recordaba ni de cerca. Que oportunidad perdida no haber empezado en ese momento la importación de ese elixir en España, pues daba tono y a pesar de haber ingerido una media de cuatro botellas en cada uno de los cinco días que duró esa expedición no me causó ni un pequeño de dolor de cabeza. Si lo hubiera hecho, probablemente el Red Bull de Vettel estaría luchando hoy contra el Nepal Liquor de Alonso

El caso es que a esas alturas yo era el héroe de la generosidad y el divertimento: No había puesto límites al dispendio para la juerga y renunciaba a la compañía de mi pareja en la tienda por estar con ellos. Claro que ni sabían que todo el gasto que hice era menor que lo que costaba una copa en el Pachá de los cojones, entonces mil pelas, ni se imaginaban que la que estaba en la tienda era mi hermana, más vista que el tebeo por ser melliza. Y andaba yo disfrutando tanto del momento que no me pareció momento de ser sincero.


Ya en la noche, tras la cena y toque de queda de nuevo para los franceses, organicé la segunda fiesta nacional, dedicada esta a San Fermín, donde yo además hacía de toro, con carrito y cuernos como es menester. Como preveía que iba a ser difícil la explicar y el llegar a un punto divertido, conseguí que previamente diéramos cuenta a una de las cajas de ron. Fue intenso. El recorrido perfecto entre el campamento y un pequeño templo budista, en subida dura al principio (Santo Domingo), curva pronunciada (mercaderes), y tramo más llano (estafeta) hasta el templo (plaza de toros) donde, a pesar de las reticencias de los guías, habíamos tomado prestados unos khatas rojos, pañuelos que se cuelgan en ofrenda, y que venían que ni pintados para la ocasión. Hicimos un recorrido entero y repetimos luego parte, porque estos descendientes de los sherpas* corren que se la pelan por la montaña y no habíamos disfrutado de una cogida. En la segunda subida y antes de lo que llamábamos curva de mercaderes ya habían sido corneados los 10 ante la prisa que tenían en comprender el rito. 

A las tres de la mañana no podían con su alma y entendí que trabajaban duro y que necesitaban descanso, por lo que decidimos irnos a nuestras tiendas, pero Angun no estaba dispuesto a terminar y me pidió conversación a lo que accedí mas por educación que por deseo, eso si, dirigiendo la conversación de tal manera para que fuera él el que hablara. Si me llegan a decir antes que iba a estar dos horas escuchando a alguien sin interrumpir y en inglés, donde como mucho aguanto diez minutos concentrado no me lo creo. Pero es maravilloso comprobar que en el fondo todos tenemos una historia que contar y que siempre se aprende algo nuevo.

Angun, venía de una familia humilde de Lo Mantang, capital del reino de Mastang y que entonces (no se ahora que ha sido abolida la monarquía en Nepal en 2008) era un reino independiente admitido debido al vasallaje que el Rajá del reino ejercía en favor del Monarca de Nepal. Su nombre se debe a que su bisabuelo fue Angun Tenzing, Rajá de Mastang en la primera mitad del siglo XX. Claro que en un reino con menos de 10.000 habitantes casi todos tenían algún parentesco real y eso no garantizaba nada salvo al heredero real. El abuelo de Angun era hermanastro y amigo de Angdu, primer hijo del Rajá Angun, que gobernó once años hasta su muerte prematura, y que se empeñó en aprender francés, cosa que hizo obligando a su gran amigo a aprender con él pues necesitaba practicar. A la muerte del Rajá el abuelo volvió a la agricultura y formó su familia, pero no dudó en transmitir sus conocimientos de francés a sus hijos y estos a los suyos, lo que le valió a Angun para encontrar trabajo de guía en una compañía francesa. Me contó mil cosas sobre su vida y costumbres, pero lo que recuerdo más (les confieso que he tenido que recurrir a internet para rememorar nombres) es que durante esta y las siguientes noches Angun no paró de sonreír. Viendo la sonrisa de la  Gioconda uno comprende que Leonardo Da Vinci era un gran pintor, pero viendo la de Angún se descubría la verdadera, la del hombre feliz que disfrutaba de cada momento de su vida, fuera bueno o malo.

Necesito cortar aquí la narración para comentarles que a finales del 93 recibí una carta de Nepal. Fué gracias a un amable cartero que preguntó, pues, aunque la dirección era la correcta, en el nombre solo aparecía marçha si más. Contenía dos billetes nepaleses, de una y cinco rupias, completamente nuevos que son prácticamente imposibles de conseguir y que Angun recordaba que me gustaba coleccionar y una nota en un castellano perfecto que decía "Nepal y yo te esperamos. Angun". Yo le devolví una carta con las dos fotos que tenía con él y su sonrisa perenne, con nuestros nombres en el reverso y algo cariñoso que no recuerdo. No si si llegó ya que como dirección solo puse Angun, Angun Tenzing Trandul great grandson. Lo Mantang, Nepal. Pero al ser aquello tan pequeño y no haber recibido devolución llevando remite, siempre he tenido la esperanza de que si lo recibió.

Hoy, veintiún años después, tengo otra sonrisa que me llena de vida cada día. Pero son muchas las veces las que al mirar a mi hija Claudia cuando sonríe como sólo ella lo sabe hacer, recuerdo a Angun y le deseo desde tan lejos que su sonrisa siga tan llena de vida como entonces...

Continuará.

*Sherpa. Todo el mundo piensa que un Sherpa es un guía de montaña. Son sin embargo una etnia de la muchas que viven en Nepal que han emigrado del centro de China en los últimos 500 años instalándose en el Himalaya, pero ni todos los guías son Sherpas, ni todos los Sherpas son guías.
Las otras etnias importantes de Nepal son el Nepalí (descendientes de los Kash), los Magar. los Pahari, los Madhesi. Los Newa, Los Tamang, Los Gurung, Los Khambu, y los Tharu. Sólo conservan el sistema de castas en Chatrias los Nepalíes.
Angun era medio Gurung, medio Tibetano. Los Rajas de Mustang sólo pueden ser tibetanos puros por lo que deduzco que el bisabuelo tuvo una aventurilla fuera de palacio.

martes, 6 de agosto de 2013

La princesa de Salta



Martina es una niña especial pues conserva con diez años sus aspiraciones a princesa. En el mundo que llamamos desarrollado parece hasta normal, pero donde vive Martina y con la vida que ha llevado es hasta milagroso. La inocencia de los niños tiene muchas formas de morir, y mientras algunos tenemos la suerte de ver como nuestros hijos la pierden con la pubertad avanzada, en la mayoría de los casos es el hambre, la violencia o la desesperación las que inundan de realidad la hasta entonces programada infancia de un cerebro que necesita mucho aprendizaje, pero que ante todo se aplica a la subsistencia.

Pero la verdadera protagonista de esta historia es Mónica, su madre, pues a sus casi ya treinta tiene memorias que contar. Mónica es el resultado en el que la mezcla de razas encuentra el punto perfecto de intersección. Descendiente de mil aborígenes del pueblo de los Salta que son los que dieron el nombre a la ciudad y de mil descendientes de hispanos, llegados allí para vivir entre el dominio y la riqueza que alguien les prometió, sacó de cada uno de ellos su punto más hermoso hasta configurar a la hembra en la que Nietzsche estaba pensando cuando describió por primera vez el término Apolíneo en su obra "El origen de la tragedia". 

Pero la belleza en muchos sitios, por no decir en todos, no es el don innato de agradar y atraer a tus congéneres por la perfección y la armonía, sino el castigo a ser sometida al deseo de personas que, obsesionadas por poseer lo que su vista les dicta, se abandonan a sus instintos más básicos para conseguirlo rápidamente y sin molestarse en ganárselo en una relación basada en el respeto y la igualdad. Pero, por lo que hoy sé, parece que Mónica lo tenía asumido desde que en su adolescencia descubrió el poder hipnótico que producía en los hombres. Ante la desesperanza de poder mejorar por sus otros valores en un entorno familiar muy humilde y en una ciudad donde si no llevas uno de los apellidos de las familias que la gobiernan no podrás avanzar, se puso en manos de hechiceros del bisturí y se colocó implantes que, aun destruyendo su equilibrio natural, se adecuaban a lo que la moda de los cazadores de cuerpos del momento gustaban de buscar. Implantes de mala calidad pero muy bien puestos debido a la enorme práctica de estos matasanos en aquellos lares, donde las jóvenes son capaces de dejar de comer durante meses a cambio de no sólo de contradecir a la interacción de la gravedad, sino de ser el escaparate en el que los ricos se han de fijar . Implantes que significaron la cremación de los auténticos valores de esta chica, que se pueden ver todavía entre las cenizas y que no puedo escribirlos porque esta no es la forma en que ella debe enterarse.

Pues bien, como ni esto es una biografía, ni la vida un guión predecible, les resumo lo que aconteció, que es por cierto, lo que suele pasar en estos casos: A Mónica se le acercó un chico bien, de aparente buena posición, más por ser chileno y no tener que demostrar las posesiones a la vista que por tenerlas, embarazándola a la primera de cambio de una niña, Martina, para ella princesa y para el una responsabilidad imposible de aceptar, por lo que del paritorio se fue directo al aeropuerto Martín Miguel de Güemes y de alli a su Chile natal donde sigue a lo suyo. Igual que Mónica que diez años después sigue buscando a un príncipe con cartera que compre su felicidad sin saber que no tiene precio y aguantando, como si fuera normal, a viejos déspotas con fortuna mal ganada, que solo buscan en una mujer lo que los pobres pueden encontrar en una muñeca hinchable, y que cuando han vaciado su ansiedad a base de poseer y golpear ese cuerpo todavía joven que consideran en propiedad por lo pagado, vuelven a sus casas presumiendo de sus virtudes teologales, fe, esperanza y caridad y las cardinales, justicia, prudencia, fortaleza y templanza.

Y mientras tanto, la princesa Martina de Salta, con un sexto sentido que la aleja de la realidad, se va al cuarto de al lado y dibuja en un trozo de papel reciclado un mundo ideal de amor y colores en la que ella no es el estorbo ni la excusa para que los amantes de su madre la abandonen cuando ya están saciados, sino la futura reina por el rey amada por su belleza y bondad. 

Que Dios cambie tu destino princesa, y que descubras que la verdadera corona no es de metales y joyas preciosas, sino de amor y respeto. De ese amor que San Pablo definió en la primera carta a los Corintios y que no hace falta ser religioso para entender:

El amor es comprensivo, el amor es servicial y no tiene envidia; el amor no presume ni se engríe; no es mal educado ni egoísta; no se irrita, no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad.
Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta sin límites. El amor no pasa nunca.